Pepito Pérez era un pequeño ratoncito de ciudad que vivía con su familia en un agujero de la pared en un gran edificio. El agujero no era muy grande pero era muy cómodo y desde su guarida la familia podía encontrar comida con mucha facilidad ya que vivían junto a una panadería y por las noches él y su padre iban a recoger harina y los restos de pan que encontraban.
Un día Pepito estaba en su casa y escuchó un gran alboroto en el piso superior. Como era curioso, trepó y trepó por las cañerías hasta la última planta. Al llegar descubrió algunos aparatos extraños que nunca había visto. Todo parecía indicar que aquel lugar cobraría vida muy pronto.
Al día siguiente, Pepito volvió a subir para conocer a los nuevos vecinos. Así descubrió que habían puesto una clínica dental.
A partir de entonces el ratoncito subía todos los días por la mañana y pasaba largas horas contemplando el trabajo del doctor de la clínica. Todos los días hacía lo mismo: subía y se quedaba mirando y aprendiendo. A veces incluso, apuntaba lo que podía en una pequeña libreta de cartón.
Así comenzó a conocer algunos secretos para aliviar el dolor de los dientes, y muy pronto comenzó a practicar aquellos conocimientos con su propia familia. A su madre le limpió muy bien los dientes y a su hermanita le curó un dolor de muelas usando un poco de la medicina de la clínica. Con el paso del tiempo, la fama del ratoncito Pérez se fue extendiendo entre los ratones, que venían de todas partes para que los curara.
Ratones de campo con una bolsita llena de comida, ratones de ciudad con sombrero y bastón, ratones pequeños, grandes, gordos, flacos… Todos querían que el ratoncito Pérez les arreglara la boca y les aliviara el dolor de muelas.
Sin embargo, al cabo de un tiempo también comenzaron a llegar los ratones ancianos con un gran problema. No tenían dientes pero querían que el ratoncito Pérez les ayudara para poder comer turrón, nueces y almendras, como hacían cuando eran jóvenes. El ratoncito Pérez pensó en cómo podía ayudar a estos ratones que tanto confiaban en él, pero no se le ocurría ninguna solución.
Así que, como solía hacer cuando tenía una duda, subió a la clínica dental a mirar. Allí vio cómo el doctor le ponía unos dientes muy bonitos a un anciano. Sin embargo, esos dientes no eran naturales sino que los hacían en una gran fábrica para los dentistas. El ratoncito pensó tomar alguno de esos dientes para ayudar a sus amigos pero se percató que eran enormes y no le servirían.
Entonces, cuando ya se iba a casa, apareció en la clínica un niño con su mamá. El niño quería que el doctor le quitara un diente de leche para que le saliera rápido el otro diente más fuerte y grande.
El doctor así lo hizo, se lo quitó y luego se lo dio como recuerdo. Entonces, el ratoncito Pérez encontró la solución:
– Iré a la casa de ese niño y le compraré el diente – pensó.
Ni corto ni perezoso, lo siguió por toda la ciudad y cuando por fin llegó a la casa y se dispuso a entrar, encontró a un enorme gato y tuvo que quedarse en la puerta.
El ratoncito Pérez espero a que anocheciera y todos se fueran a la cama, entró en la habitación del niño y comenzó a buscar el diente pero por más que buscaba no lo encontraba ya que el niño se había quedado dormido mirando su diente y lo había dejado debajo de su almohada.
Al pobre ratoncito Pérez le costó mucho encontrar el dientecito, pero finalmente, cuando casi se daba por vencido, se sentó en la cama y vio que algo sobresalía: ¡Era el diente!
Lo tomó cuidadosamente y para que el niño no se pusiera triste cuando se despertara y no encontrara su diente, le dejó la moneda. A la mañana siguiente el niño vio el regalo y se puso contentísimo y se lo contó a todos sus amigos del colegio.
Así, el Ratoncito Pérez consiguió que los niños estuviesen contentos y que los viejos ratones pudiesen volver a comer. Y a partir de ese día, todos los niños dejan sus dientes de leche debajo de la almohada. Y el ratoncito Pérez los recoge y les deja a cambio unas monedas o un regalo.